Justificar
la muerte de un inocente, como la de Jesús y, más aún, decir que era voluntad
divina, sería hacer del mal un modo humano de actuar justificable por parte de
Dios y los hombres. De ahí que sea tan relevante comprender el hecho histórico
y el sentido teológico de la muerte y pasión de Jesús, no como un simple relato
que se escucha en Cuaresma, sino como un acontecimiento que revela una realidad
trágica y que nos debe poner a pensar hasta dónde somos capaces de llegar si
nos dejamos convertir en verdugos, seducidos por el poder y el dinero.
El modo como asesinaron a Jesús, en una cruz, representa un
gran escándalo para cualquier ser humano más allá de sus creencias.
El madero era símbolo de la negatividad humana, el peor de los males deseados;
también simbolizaba el rechazo divino, porque quien así moría era considerado
un maldito de Dios (Dt 21,23).
¿Se podía, entonces, decir que el Padre bueno en quien Jesús
creía había permitido una muerte así?
La muerte de Jesús no fue casual, ni fruto del azar o de la
voluntad divina. Fue meditada, decidida y ejecutada por personas concretas
(Jn 11,47.53), por hermanos de un mismo pueblo (Jn 7,1) que regían los destinos
de una nación.
Fue justificada por representantes de instituciones religiosas y
políticas oficiales (Jn 11,49-50) que veían en él a un peligro porque
manifestaba una nueva forma de vivir —humanizadora—, cuya pretensión era
reconciliar al pueblo disperso (Jn 11, 52) y proclamar una relación personal
con Dios basada en un pacto inédito, sin la mediación sacerdotal ni la economía
sacrificial del Templo (Jr 31,31-34).
Su vida hacía temer a quienes no querían perder el poder
otorgado por los romanos, de cuyo estatus social y beneficio económico vivían
(Jn 11,48-50).
Aunque la conflictividad fue creciendo de cara a las autoridades
religiosas que lo entregaron (Jn 11,53), fue el poder político romano el
que volteó la mirada ante un inocente y dictó la sentencia para que lo
torturaran y asesinaran (Mt 27,24).
Las autoridades religiosas no tenían el derecho de ius
gladii. Por eso armaron un expediente para justificar
formalmente su muerte. Lo acusaron de ser un falso profeta (Dt 13,5). Así
ganaban dos cosas: sumar a otros grupos religiosos que detestaban a Jesús, y
darle una razón formal al poder imperial para que lo condenara y procesara como
reo político (Mc 15,26). Todos podían seguir disfrutando sus cuotas de
poder (Jn 11,50).
La muerte de Jesús, como la de cualquier inocente, nunca ha sido
querida por Dios. Justificarla es sacralizar la acción del victimario y
hacer que la desgracia que se inflige a otro sea aceptada como
un sacrificio divino, y es además negar las consecuencias de
la responsabilidad de los sujetos concretos que torturan y asesinan,
cuyas acciones los deshumanizan hasta el punto de convertirlos en verdugos y
victimarios de otros.
Decir que Jesús murió por voluntad divina como víctima
sacrificial es, pues, hacer de Dios un cómplice del mal ejecutado por los
hombres (Sal 35), o un sádico que justifica el sufrimiento del inocente.
Jesús siempre tuvo la conciencia de que Dios estaba de su lado,
acompañándolo en sus decisiones (Mc 12,6), pero actuaba con el realismo de
quien sabe que su predicación del Reino y las duras críticas en contra del
sistema religioso (Mt 23,1-36) y del político (Lc 13,31-32) le traerían como
resultado su propia muerte (Lc 13,34).
Tengamos en cuenta, pues, que fue su vida vivida como
entrega en el servicio y el amor al otro, la razón por la cual murió; y no
olvidemos que el espíritu fraterno con el que vivió fungió como la razón por la
cual lo mataron personas e instituciones concretas.
La humanidad de uno como Jesús es insoportable y se convierte
en estorbo para las conciencias de aquellos que sólo viven del poder, el
dinero y la muerte.
La clave para comprender el sentido de la pasión de
Jesús no está en la muerte, como si esta tuviera un efecto salvífico en sí
misma, sino en el modo filial y fraterno como él vivió su vida, y las
consecuencias que esto le trajo (Neh 9,26).
La muerte de Jesús no tiene sentido, como no lo tienen la de tantas
personas que mueren cada día a causa del hambre, la criminalidad, la violencia
política que arrebata la vida. Sería inhumano justificarlas.
Lo que sí tiene sentido, y es salvífico —humanizador— es el
modo en que Jesús asumió su muerte, y cómo se identificó a lo largo de su vida
con los que sufren y así mueren, sin miedo alguno para denunciar que el Dios
del Reino, a quien él le oró, no quería que esto ocurriese más en nuestro
mundo, y rechazando a quien así actuase.
Jesús había vivido el amor en sus muchas formas: como perdón,
liberación, sanación, reconciliación. Pero, especialmente, lo vivió de manera
solidaria en su entrega a las víctimas, los rechazados por la
sociedad y los enfermos (Mt 8,17). Y entendió que Dios solo actuaba con compasión
y se oponía a los sacrificios (Mt 9,13; Sal 50).
La memoria de los primeros seguidores cristianos recordó tres
aspectos:
a) El modo como había vivido Jesús: su pretensión histórica
o conciencia mesiánica no violenta ni revolucionaria (GS 22);
b) La singularidad de su praxis: con hechos y palabras que
humanizaron y dieron vida a quien la necesitaba (DV 2);
c) La libre asunción de su destino: como fidelidad absoluta
al Dios del Reino (GS 22; 38) en un amor incondicional a los otros.
Su vida es, pues, salvífica porque vivió para todos y por cada
uno, entregándose cada día, más allá del agotamiento físico y mental, para que
todos se uniesen en torno a la paternidad materna de ese Dios compasivo en
quien siempre creyó.
Como lo explica Schürmann: «la voluntad de servicio de Jesús, su
exigencia de amor, de manera especial su mandato de amar a los enemigos, y su
amor a los pecadores, todo ello unido a su oferta de salvación llevada hasta la
última hora, hacen sostener que Jesús entendió y vivió su propia muerte
amando, intercediendo, bendiciendo y plenamente seguro de la salvación».
Él «se ha entregado a sí mismo» (Gal
2,20), voluntariamente; no ha sido entregado por su Padre como una víctima
expiatoria que sustituye lo que nosotros mismos debemos hacer. Además, tampoco
cedió ante el poder de sus victimarios y verdugos.
Su muerte luego fue interpretada desde varios modelos. Uno fue
el del siervo: sirviendo y dando su vida al necesitado, entregándose con
actos de solidaridad fraterna que se fueron consumando día a día hasta su muerte.
Como siervo reveló un mensaje de esperanza que sigue siendo
actual. Por una parte, ¿hasta dónde es capaz de llegar el hombre cuando asume
la bondad de su propia naturaleza?: hasta poder superar el
mal causado por el victimario.
Por otra, el mal no es una realidad absoluta que pueda triunfar,
puede acabar con la vida mental o física de muchas personas y deshumanizar a
las instituciones, pero quien se atreve a vivir humanamente, sin dejar
deshumanizarse, puede frenar el mal al no reproducirlo ni retribuirlo.
En Jesús se revela esta esperanza, la de un modo de ser humano
nuevo, uno que carga con el otro (Mt 8,17; 11,28-30) y atrae a
todos (Jn 12,32), uno que nunca se descarga sobre el otro ni lo aleja de
sí. Uno que mantiene la dignidad de su vida como hijo en el peso de la
fraternidad.
Dr. Rafael Luciani.
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