domingo, 25 de febrero de 2018

QUE BIEN SE ESTA AQUI...

El relato de la transfiguración viene colocado en los tres sinópticos a continuación del primer anuncio de la pasión y de la exigencia de renuncia total para seguir a Jesús que tuvo lugar seis días antes. Relacionando, por tanto, la transfiguración con el primer anuncio de la pasión podemos decir que se hacía necesario que al menos algunos de sus discípulos (Pedro, Santiago y Juan, los considerados como columnas en Gal 2,9), tuvieran una experiencia que disipara el temor y la angustia generados por tal anuncio y, para ello, les concede una visión anticipada de la gloria prometida después de padecer. Estos tres discípulos aparecen también junto a Jesús en el huerto de los Olivos (cf. Mc 14,33). Por tanto, estos tres discípulos están asociados a la agonía y a la gloria de Jesús. Esta asociación de los tres discípulos al misterio pascual es paradigmática para todos los discípulos de Jesús.
El relato de Marcos ve la transfiguración de Jesús como la manifestación anticipada del Hijo del hombre trascendente, que anuncia la transfiguración definitiva que tendrá lugar en la mañana de Pascua y se manifestará plenamente en la Parusía. Si a esto le sumamos la estrecha relación con el primer anuncio de la pasión que precede este relato, es factible afirmar que el mensaje del evangelio es que no debemos separar la pasión de la resurrección, de algún modo anticipada en la transfiguración.
En el monte elevado, junto a Jesús, aparecen Moisés y Elías. Es interesante porque además de representar la Ley y los Profetas, son dos hombres de oración que ayunaron durante 40 días y subieron al Sinaí para encontrarse cara a cara con Dios, para ver su rostro (cf. Ex 33,8; 1Re 19,17). De algún modo puede decirse que ellos alcanzaron la meta de su camino ‘cuaresmal’ al encontrarse con Cristo glorioso.
Ante esta escena Pedro reacciona con una auténtica exclamación: “Señor, que hermoso (kalós) es estarnos aquí”. La transfiguración es un misterio de belleza divina, de esplendor de la verdad y del bien de Dios mismo. Pedro se siente “atrapado” por esta visión y quiere hacer tres carpas para quedarse allí. Según San Agustín, Pedro ha gustado el gozo de la contemplación y no quiere ya volver a las preocupaciones y fatigas de la vida cotidiana. Por eso quiere, en cierto modo, “eternizar” ese momento.
La nube es signo de la presencia de Dios. Y desde allí sale la voz del Padre que manda escuchar a Jesús, es decir, obedecerle y seguirle. La afirmación de la voz celestial tiene un carácter revelador de la identidad de Jesús, tema sobre el cual versaba el diálogo con sus discípulos en los versículos precedentes (cf. Mc 8,27-29). Los discípulos “miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús sólo con ellos”. Esto significa que desaparecieron las anteriores voces de Dios en la historia, Moisés y Elías, la Ley y los Profetas; ahora tenemos que escuchar la Palabra del Hijo Amado, Jesucristo.
 El Dios nos invita a escuchar al Hijo querido, la Palabra definitiva de Dios. Esta es la exigencia, que supone el rechazo de tantas otras voces o solicitaciones que nos invaden. Entre estas habría que citar a los falsos profetas de los que habla el Papa Francisco en su mensaje de cuaresma, que “son como «encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las emociones humanas para esclavizar a las personas y llevarlas adonde ellos quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas de un placer momentáneo, al que se le confunde con la felicidad. Cuántos hombres y mujeres viven como encantados por la ilusión del dinero, que los hace en realidad esclavos del lucro o de intereses mezquinos. Cuántos viven pensando que se bastan a sí mismos y caen presa de la soledad. Otros falsos profetas son esos «charlatanes» que ofrecen soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que sin embargo resultan ser completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar y tirar», de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por una vida completamente virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan dramáticamente sin sentido”.
Vivir en Alianza es vivir en la Escucha de su Palabra. Y sabemos que en la Biblia escuchar es prácticamente sinónimo de obedecer. Por tanto, al igual que Abraham, estamos llamados a la obediencia de la fe, a escuchar a Jesús, a creerle y a seguirlo por el camino de la cruz hasta la Pascua.
En el contexto de la cuaresma estos textos tienen un valor pedagógico excepcional, pues nos recuerdan las exigencias y las consecuencias de la vida en Alianza con Dios y nos ayudan a entender que la pasión es un paso o camino hacia la gloria. Nos lo señala en el prefacio de la Misa de este día: “Él mismo, después de anunciar su muerte a los discípulos, les reveló el esplendor de su gloria en la montaña santa, para mostrar, con el testimonio de la Ley y los Profetas, que por la pasión debía llegar a la gloria de la resurrección”.
Para vivir en alianza con Dios debemos seguir a Cristo por el mismo camino por donde él transitó, que es el camino de la renuncia y de la cruz. No podemos amar la cruz por sí misma; ni podemos complacernos en morir a nosotros mismos mediante la mortificación. Pero sí podemos amar y hasta desear llegar a dónde nos lleva la cruz y la mortificación, paso necesario hacia la gloria. Como bien señala E. Bianchi[7]: “La transfiguración de Jesús indica la meta a la que nos encamina este itinerario cuaresmal, es decir, la resurrección, pues el acontecimiento de la Pascua tiene en esta escena de la transfiguración su anticipación y profecía”.
En síntesis, las lecturas de este domingo nos recuerdan a dónde nos conduce este camino cuaresmal: a ser transfigurados con Cristo, a participar de su Gloria, a la Alianza definitiva. La entrega cuesta y duele, como le costó y dolió a Abraham y al mismo Padre. Y debe ser total, sin reservarnos nada. Pero después viene el fruto maravilloso.
Esta es la pedagogía propia de la cuaresma, que expresa la misma pedagogía de Dios: “Nada más dar inicio en la Cuaresma al camino de la cruz, ya se nos propone el destino último de este camino: la gloria suya y la nuestra. Después de haber leído el domingo pasado la lucha contra las tentaciones y el mal, hoy se nos asegura que el proceso termina con la victoria y la glorificación de Cristo, y que también a nosotros la lucha contra el mal nos conduce a la vida”
Como discípulos, seguidores del Señor, tenemos que asimilar esta pedagogía de Dios en nuestra vida para responderle con una fidelidad activa. Dolores Aleixandre[9] nos lo explica muy bien: “El pasaje inmediatamente anterior a la transfiguración, el del anuncio de la pasión y la resistencia de Pedro, nos recuerda la imposibilidad de separar los aspectos luminosos de la existencia de los momentos oscuros, el dolor del gozo, la muerte de la resurrección. La contigüidad de las dos escenas parece comunicarnos la paradoja pascual: el inundado de luz es precisamente aquel que atravesó la noche de la muerte y el que accedió a la ganancia por el extraño camino de la pérdida […] Al igual que los discípulos, también nosotros necesitamos hacer la experiencia de la proximidad del Dios consolador. Si nunca vivimos ese tipo de experiencias, podemos llegar a dudar de la existencia de la belleza y ver sólo los aspectos opacos de la realidad: la mediocridad que progresa, los cálculos egoístas que sustituyen la generosidad, la rutina repetitiva y vacía que ocupa el espacio de la alegría y la fidelidad. El relato de la transfiguración nos invita a evocar momentos de gracia en los que hemos vivido una experiencia de luz y nuestra vida apareció como transfigurada: el amor se convirtió en certidumbre, la fraternidad se hizo palpable y toda la realidad nos habló un lenguaje nuevo de esperanza y de sentido. Son fogonazos momentáneos que nos revelan el sentido del camino de fe emprendido”.

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